MENSAJE DE LA VIRGEN MARÍA

DIJO LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA:

“QUIERO QUE ASÍ COMO MI NOMBRE ES CONOCIDO POR TODO EL MUNDO, ASÍ TAMBIÉN CONOZCAN LA LLAMA DE AMOR DE MI CORAZÓN INMACULADO QUE NO PUEDO POR MÁS TIEMPO CONTENER EN MÍ, QUE SE DERRAMA CON FUERZA INVENCIBLE HACIA VOSOTROS. CON LA LLAMA DE MI CORAZÓN CEGARÉ A SATANÁS. LA LLAMA DE AMOR, EN UNIÓN CON VOSOTROS, VA A ABRASAR EL PECADO".

DIJO SAN JUAN DE LA CRUZ:

"Más quiere Dios de ti el menor grado de pureza de Conciencia que todas esas obras que quieres hacer"


A un compañero que le reprochaba su Penitencia:

"Si en algún tiempo, hermano mío, alguno sea Prelado o no, le persuadiere de Doctrina de anchura y más alivio, no lo crea ni le abrace, aunque se lo confirme con milagros, sino Penitencia y más Penitencia, y desasimiento de todas las cosas, y jamás, si quiere seguir a Cristo, lo busque sin la Cruz".

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viernes, 12 de abril de 2013

DRAMAS Y TRAGEDIAS DE LA HISTORIA DE FRANCIA: EL ASESINATO DEL REY DE FRANCIA HENRI III EN PARIS

El Rey Henri III


Extraordinario relato del Reinado de Henri III de Francia, de tendencias homosexuales, rodeado por los famosas "mignons", (mignon, palabra que ha quedado en el vocabulario francés y que significa bonito), relatado por el historiador francés André Castelot, en donde se ve con todo detalle la lucha encarnizada entre los hugonotes Protestantes y la liga Católica, cuyo representante era el famoso Duque de Guise, vilmente asesinado por el Rey, en una emboscada en su propio palacio, crimen que el Rey pagó, cuando intentaba entrar en París, tomada por la liga católica, un fraile dominico le entregó un documento, y aprovechó esa ocasión para acuchillarle.

Como dijo el famoso escritor francés Voltaire, anticlerical convencido, la Inquisición española evitó las terribles guerras de Religión como la masacre de la Saint Barthelemy en Francia.


Hoy día es imposible una Inquisición como en el pasado, para evitar  tantos desmanes de muchos que se llaman católicos, y que predican solo con la palabra, pero llevan una vida disoluta,  sería necesario que se apartara de la viña todas las ramas gangrenadas, como ya se está haciendo, aunque tarde, con los casos de pederastia, pero que no se hace con toda una serie de supuestos "teólogos", que son los abanderados de una nueva teología de la secularizacion, que se oponen abiertamente al sucesor de Cristo, que quieren renegar de la tradición de los Santos Padres, o que predican al "dios caramelo", insensible al pecado y a las aberraciones humanas.


Siguen predicando puna doctrina "descafeinada", diciendo que Dios perdona absolutamente a todo el mundo, sin especificar que tiene que haber primero un profundo arrepentimiento proporcional a la culpa, como en el caso del hijo pródigo y además una lucha constante y penosa contra el pecado y el vicio, ya que los que quieren seguir la Sagrada Doctrina de Cristo, tienen a la fuerza de enfrentarse abiertamente contra Satanás, el cual se interpone siempre, y que saldrá al encuentro de los que intentan seguir por la senda estrecha que conduce a la Vida Eterna.


He puesto intencionadamente en negrita en el relato, lo que dice el Rey, que había preparado en su residencia una emboscada para asesinar a su primo el Duque de Guise. 


 [...] Acaso ¿Puede llegar Vd. a creer que tengo una alma tan dañina para que pueda llegar a conspirar en contra suyo? Bien al contrario, os declaro que a nadie en mi Reino, he llegado a amar tanto como a Vos, y que a nadie le debo tanto, y así lo haré saber  dentro de poco.


          Guise lo observa algo escéptico. El Rey presiente que hay que ir aún más lejos. Con lágrimas que le apagan la voz, exclama:

            -Todo lo que os he dicho lo digo con gran juramento. Lo juro por el cuerpo de nuestro Señor Jesucristo que voy a recibir dentro de poco, en la misa.

     ¡El Rey se desquitará más tarde con una buena confesión!...

Y es que aún hoy hay mucha gente se cree, que con la confesión, se borran todos los pecados, aunque no exista arrepentimiento, es una creencia absurda.


Muchos Santos como el Santo Cura de Ars y el Padre San Pio de Pietrelcina, que tenían el don de discernimiento de los espíritus, negaban la absolución a muchos, porque no apreciaban el arrepentimiento necesario para merecerla. 


HENRI III Y PARIS


De la jornada de las barricadas…
…Al cuchillo de Jacques Clément
  
         En la primavera de 1.588, la Liga, la terrible liga Católica parisina que juró la muerte de los hugonotes, tiene sitiada a la Monarquía. En su cubil del Louvre, el rey Enrique III, un fantasma repintado, con sombra de ojos, parece esperar a la muerte… o la tonsura que la duquesa de Montpensier ha prometido hacerle ella mismo, para sepultar al Rey en algún claustro y colocar en su lugar el ídolo de los parisinos, su hermano el seductor Duque de Guise. Además, a la duquesa no le basta con amenazar el de la dinastía de los Valois con sus tijeras de oro colgadas de su cintura, ha colocado asesinos fuera de la puerta Saint-Antoine. Tienen la orden de secuestrar al rey cuando vaya a Vincennes; se esconden en un jardín lleno de roquetas, esas bonitas flores amarillas que crecen entre las rocas, y que le dieron el nombre a una casa que el rey Henri acaba de vender a un tal Huraut de Cheverny, esa morada que un día se llamará la Roqueta. Henri III, avisado de las intenciones de Madame de Montpensier, no se atreva a salir. De noche como una coqueta perfumada, las manos enguantadas y el rostro untado con crema, extendido en su lecho de raso, entre sus perritos y sus amuletos, busca en vano el sueño.

         Paris se burla de Henri. Paris lo odia, Paris lo amenaza, pero se olvida que ese rey graso, erizado de plumas de egretas, que se asemeja hoy a un anciano listo para ser tonsurado es capaz de montar a caballo y de transformarse en un guerrero de treinta y siete años. Haciendo como si solo tuviera un solo deseo en la vida: tirar al aire la bola de madera inventada por el carpintero de Paris, llamado Boquet, sufre “mil agonías” al ver el odio ciego de Paris y la triste situación de su Reino desmembrado por la guerra de religión fraticida.

        ¡Como odia Paris! ¡Y sin embargo, como la amó! Durante tantos años ha estado como en su casa en las calles de su capital. ¿Cuantas veces no lo vieron los parisinos en el carnaval corriendo “a rienda suelta” y divertirse con los burgueses? ¿Acaso no lo vieron también, arrepentido, en procesión con los penitentes, vestido del hábito de tela de Holanda, con cinturón de cuerda donde colgaba la disciplina? ¿Acaso no lo vieron recién casado, feliz, paseando por las calles con su mujer, la rubia, dulce y humilde reina Louise de Lorraine, toda maravillada de haber sido escogida para reinar al lado del hombre que ama? Emocionado por ese amor, había querido hacerle visitar Paris. 

¿No era acaso la cosa más hermosa de su Reino que quería ofrecerle? No le había ocultado nada, ni las más altas torres redondas de la Bastilla, ni las ciento cuarenta tiendas, los títeres y los que se dedican a mostrar animales y la feria de Saint-Germain. Además la feria era para él el lugar adonde le gustaba más perderse, a pesar de las bromas y de las burlas de los escolares. Estos no habían tenido temor alguno, un día que se paseaba con sus favoritos afeminados, apodados “Mignons”,  mostrarle grandes fresas de papel plegado y de hacer un coro alrededor del rey, gritando “¡Adelante con las fresas, ya conocemos la ternera!”


           Henri odiaba sobre todo a Paris por burlarse de sus queridos amigos, “esas flores de muguete rizados, rimados, coloreados, espolvoreados con polvos violáceos, de perfumes olorosos”. Paris se olvidaba de que esos Mignons eran también recios espadachines, mostrando un total desprecio a su vida – y a las de los demás – cuando había que luchar para su rey. Henri en esas horas sombrías de 1.588 estando agonizando la realeza, necesitaba de los mejores de entre ellos: Quelus y Maugeron que los puñales de los partidarios del duque de Guise habían clavado hace diez años en la arena del mercado de caballos, en el lugar del castillo des Tournelles.

            El mismo día que el rey había enterrado a sus dos amigos en la iglesia de Saint-Paul, el sábado 31 de Mayo de 1.578, tuvo que colocar la primera piedra del Pont-neuf, el primer puente de Paris encima del cual no se construirán casas. Vestido enteramente de negro, la espada de duelo a su costado, con perlas de plomo a sus orejas, el rosario con calavera en la mano, había atravesado el río en barca, bajo una copiosa lluvia. Henri lloraba. Grandes lágrimas corrían por su cara mientras que, paleta de plata en la mano, sellaba la piedra grabada con sus armas y las de la ciudad. Y Paris se había reído de su pena, bautizando la futura vía “el puente de los llantos” y afirmando, encogiéndose de hombros, que era una locura construir un puente “ en ese lugar”…¡Casi en pleno campo! ¡Solo a algunos insensatos del lugar podía ocurrirle edificar del lado del Prè aux Clercs!

             Paris se había también destornillado al ver las lágrimas que el rey había derramado para otro de sus amigos: Saint-Magrin que los Guisardos – ¡otra vez ellos!- habían traspasado de treinta y tres espadazazos, casi enfrente al Louvre, en la esquina de la calle Saint-Honoré. No importándole lo que dirán. Henri III había mandado levantar, en memoria de las víctimas tres estatuas de mármol – lo que había permitido a los parisinos poder afirmar, señalando a los favoritos que quedaban:
             “¡Los haremos de mármol como a los demás!”      
  
            Hoy se rebaja el rey más que nunca, Todo son burlas y narigotadas.

            ¡Henri por la gracia de su madre, bromean sin descanso los parisinos, cierto rey de Francia y de la imaginaria Polonia, portero del Louvre, registrador de Saint-Germain-l´Auxerrois y de todas las iglesias de Paris!

            ¿Portero del Louvre? ¡Ya veremos! Y Henri ante esa maldita liga – ese estado en el Estado – trata de defenderse. Como así lo hará más tarde Louis XVI, la víspera de la toma de la Bastilla, llama a Paris a sus tropas que le son fieles. Pero las cosas se torcerán tanto para uno como para el otro rey…

           Dos mil gardes-françaises y cuatro mil suizos van a acampar en el barrio Saint-Denis. Si Paris se mueve, ¡Si Paris quiere obligar al Rey a que ordene un nuevo masacre de los parpaillots, el rey hará entrar a sus tropas en la ciudad!

          Afortunadamente, el duque de Guise no se encuentra ahí. Viene de triunfar sobre los traidores alemanes y Henri III le niega la entrada en la capital. Su sola presencia envenenaría la situación y llevaría a los parisinos a los extremos…
               Pero el rey de Paris va a desafiar al rey de Francia.
           El Lunes 9 de mayo, hacia las doce y media, se abre la puerta de la estancia real. Es un compañero fiel.
           -¡Monsieur de Guise ha llegado!

            El Rey - con un gesto habitual – recorre su rostro con sus largas manos blancas y casi llega a gritar:
            -¿Se ha atrevido? ¡Por Dios vivo, morirá por eso!
            Hace media hora, a pesar de las órdenes del rey, el duque penetró en Paris por la puerta de Saint-Martín. Solo entraron con él ocho gentilhombres, pero se le ha reconocido y muy pronto treinta mil parisinos, locos de alegría, le acompañan por las calles. ¡Se pelean para tocarle la ropa y las botas! “Francia estaba loca por ese hombre, decía un cronista, ya que “enamorada era decir poco.”   
    
            Así aclamado, adulado, incensado  el duque llega a casa de Catherine de Medicis, a su mansión de Soissons. La gota, el reuma y un catarro crónico han aplastado el cuerpo de la viuda de Henri II. La edad ha cargado y empastado sus rasgos. ¡Ha trabajado tanto con cuatro hijos pequeños y con un reino en sus brazos! Hoy es solo una figura a la sombra del trono, pero cree poder siempre tender su telaraña. Es ella que le pidió al Balafré de entrar y de venir a verla. Se levanta, pide su litera y acompaña al duque de Guise a la casa del Rey.

            -No me da miedo, decía, refiriéndose al Guisardo; ¡lo conozco muy bien es demasiado miedoso!
            Madame Catherine se equivoca: “Nunca hubo miedosos en esa valiente raza”, decía Montluc.
            A penas el Loreno entra en la habitación, que Henri, los ojos alterados, el rostro descompuesto, le dice:
            - ¿Por qué ha venido?
            Con esos modales, la conversación no puede llegar a buen término. Toda reconciliación está dirigida al fracaso. El Rey quiere primero, mandar matar al rebelde por los córcegos de Monsieur  de Ornano, pero desiste de ello  acordándose lo que sería el asalto popular al Louvre y prefiere hacer proclamar una llamada a las armas.
  
            El 12 de Mayo, los parisinos son despertados al alba por las flautas y los tamborines de los Suizos que entran en la ciudad como victoriosos. Los gardes-françaises desfilan detrás de sus compañeros, con las mechas de sus arcabuces encendidas. En la puerta Saint-Honoré, el rey radiante de alegría, acoge personalmente a sus tropas y los emplaza en lugares estratégicos: Los puentes, el cementerio des Innocents, la plaza de Grève y la isla de la Ciudad.
           ¡Paris, que no se encuentra amordazada, parece enseguida una ciudad sitiada! Ninguna tienda abre sus puertas. Por todas partes se oyen gritos: “¡Alarma! ¡Alarma!” Los burgueses abandonan apresuradamente sus casas, se reúnen ante el cuerpo de guardia de vigía y se acaloran entre ellos. Con toda seguridad, se rumorea y luego se proclama: ya que las tropas reales ocupan Paris, “el hermano Henri” ¡ha decidido asesinar a los jefes de la Liga!
            ¡Es la Saint Barthélemy de los católicos que se está preparando!
            Las campanas suenan a rebato en todos los campanarios de la ciudad, y por la primera vez en la historia de Paris, cada cincuenta pasos, las calles estrechas se bloquean con cadenas, contenedores llenos de tierra y de escombros, de vigas, de piedras y hasta de muebles. Los parisinos – en este día de las Barricadas – descubren un medio para defenderse de la autoridad, cuyo procedimiento va a ser copiado durante muchos años, y que dará casi siempre la victoria a esos sempiternos agitadores – por lo menos hasta Junio de 1.848. El poder tardará dos siglos y medio para darse cuenta, de que ante todo hay que evitar “la guerra en una escupidera”. Y que hay que dejar en ciertos arrabales formarse el motín, madurar y reventar, luego llevar el bisturí en esos abscesos para fijarlos: Esa es la única estrategia que hay que aplicar.
          Este 12 de mayo, apretujadas por todas partes, las tropas reales no pueden ni avanzar, ni retroceder, ni reunirse para poder maniobrar. Un poco antes de medio día, los moradores del puente Saint-Michel dejan caer piedras y tejas sobre los soldados que ocupan el puente. Se oyen disparos y los soldados, tiroteados desde lo alto de los edificios, se refugian en donde pueden. Los parisinos ordenan a los Suizos acampados en el Marché-Neuf de apagar sus mechas. Agitando sus rosarios y gimiendo: “Buena Francia, buenos católicos”, los Suizos se repliegan hacia la explanada de Notre-Dame. Solo, algunas compañías han podido mantenerse delante del Louvre. Aconsejado por su madre, Henri vuelve a envainar su espada y ordena a todos los suyos, nos dice Pierre de l´Estoile, a desenvainar sus espadas a medias, respondiendo de ello con la vida, “con la esperanza de que el tiempo, la dulzura y las buenas palabras amainarían el furor de los amotinados y desarmaría poco a poco a ese idiota de pueblo”.

           El Viernes 12 de mayo, con una rebeca blanca, con una vara en la mano, Guise se pasea de una barricada a otra. ¡Es un verdadero delirio! Aprieta las manos que se dirigen hacia él. Ese “idiota de pueblo” solo tiene en la boca dos palabras: “¡Que viva Guise!”.
           Amigos míos, ¡basta ya!, contesta el duque, caballeros, gritad “¡Viva el rey!”
           Nadie obedece. Guise sería capaz de todo, pero no se atreve. Obedeciendo a la solicitud de Madame Catherine, acepta de aplacar el motín. Con dificultad, apacigua a los parisinos  "verdaderos toros furiosos” y se muestra feliz de humillar al Rey al dignarse perdonar la vida de los Suizos y de los Gardes. Las barricadas se abren por orden suya y las tropas reales vuelven cabizbajas al Louvre.
           Por la tarde los buenos "barricaderos” no quieren acostarse. Ya que el Loreno no actúa, le obligarán a hacer renunciar al de la dinastía de los Valois.
           -¡Mañana, iremos a detener el hermano Henri en su Louvre!
        Pero, a la mañana siguiente, hacia las cinco de la tarde, mientras que Catherine “el rostro sonriente y seguro”, inmensamente feliz de volver a desempeñar su papel, va a visitar el duque de Guise para traicionarlo, el rey sale del Louvre por la puerta  Porte-Neuve del recinto de Carlos V, y hace como si se paseara por el jardín de las Tuileries. Hace como si se interesara por el nuevo edificio que aún está sin terminar. En realidad, presta el oído, oye las campanas que tocan a rebato aquí y allá, percibe, por el rumor sordo que proviene de la ladera izquierda, que una tropa avanza por el río. ¡Son los alumnos y los monjes de la Sorbonne, con el casco en la cabeza, y los mosquetes en la mano! ¿Se atreverán a cruzar el Sena, lanzando tableros en voladizo sobre las pilas del Pont-Neuf que solas, emergen del río?
           Henri, siempre tranquilo, de dirige hacia las cuadras de las Tuileries y da la señal de partida. Seguido por los ministros, por los Suizos, los Gardes-Françaises y de sus fieles Cuarenta y cinco, va galopando hacia Chaillot. Al llegar a lo alto de la colina “ Se vuelve hacia la ciudad para maldecirla, echándole en cara su perfidia y su ingratitud en contra de todo el bien que recibió de su mano y jura que solo entrará por la grieta de la muralla”.
  
           Solo una hora después, el duque de Guise se enterará de la fuga del rey.
          -¡Ah, Madame, ya estoy muerto, dice a Catherine. Mientras que vuestra Majestad me tiene aquí retenido, el Rey se ha ido para mi perdición!
           Poco tiempo después, La Armada de Felipe II de España – esta flota “bendecida por el papa, pedro maldecida por Dios” – desfila lentamente delante de las costas francesas. Este ejército flotante de la Inquisición, esas terribles fortalezas erizadas de mástiles, de velas y de cañones, van sin duda alguna atacar a la reina Elisabeth, pero amenazan también a Francia. Si el rey Felipe sale victorioso, el duque de Guise y Paris lo llamarán para ayudarles y el reino de Henri de Valois será tratado por España, como viene de serlo Italia. Por ese peligro, Henri prefiere obedecer a los requerimientos de su madre. Llega a un acuerdo con el duque de Guise y firma el lamentable Pacto de Unión.

            Solicitándolo los habitantes de Lorena, Henri III acepta la convocación de los Estados Generales, pero no será en Paris que el barón de Oignon alineará a los diputados según una clasificación tan diestra que pasará a ser histórica, no será en Paris, pero en Blois, en donde los de la Liga van a dar el asalto final a la monarquía a la deriva.
            Ya vendrá el día del puñal, había predicho el 1º de Julio el Mantuano Felipe de Cavriana.
       El puñal se acercaba.
            El 17 de Diciembre en una cena ofrecida en casa de  los lorenos, Madame de Montpensier le dice a su hermano:
            Lo agarraréis mientras que yo con las tijeras, le haré una corona.
            Destronar  al “hermano Henri”  les parece muy sencillo, y el Cardenal de Lorena brinda mirando el duque de Guise:
            -Bebo a la salud del rey de Francia.
            Al otro lado de la misa, perdido entre los gentilhombres de Guise, está el italiano Venetianelli; afecta gritar más fuerte que los otros convidados:
           ¡Viva Henri el balafré! ¡Viva el heredero de Carlomagno!
           Pero, a la mañana siguiente, fue a referírselo todo a su amo Henri III. El rey empalideció y toma una decisión: decide tomar el camino de la violencia que va a conducirle al crimen. No se trata en realidad de un asesinato, pero si de una ejecución. ¡Si el soberano no mata al Balafré, Francia estará perdida!
            Los de Guise que ellos también, tienen espías entre el personal del rey, sospechan que el “hermano Henri” está maquinando algo. ¡Con toda seguridad, el hijo de la Medicis no dejará tonsurarse tan fácilmente como así lo imagina Madame de Montpensier! El Balafré quiere salir de dudas: Pide audiencia al Rey. La escena se desarrolla en el jardín del castillo. Un vientecillo fresco hace girar algunos raros copos de nieve.

            Después de unas pocas palabras banales, el Balafré pasa al ataque y ofrece el rey su dimisión de teniente general.
           Me doy perfectamente cuenta, aclara, que el honor que su Majestad me ha otorgado en esta ocasión, me ha aparejado grandes enemigos. A pesar de mi deseo que fue el de serviros lo mejor posible, se han apoyado en estos favores para acusarme de importantes calumnias…

            A Henri le cuesta mantener la calma. En un segundo, se imagina el precipicio de la guerra civil abrirse bajo sus pies. Si el Balafré se marcha, habrá de ahora en adelante tres Francias: La Francia de los hugonotes, con Henri de Navarra, La Francia de la Liga con Henri de Guise, y entre esas dos fuerzas, la Francia real con Henri de Valois, el más pobre, el más débil de los tres Henris.
              Pero el duque de Guise prosigue:
           -Sire, ¿porqué no habré de decirle que en estos tiempos, me han avisado en reiteradas ocasiones, que me deseáis ahora mucho mal?
             El Rey logra mantenerse sereno, por algo es el hijo de la Medecis. Hay que ser astuto. Cogiendo el brazo del Balafré, enarbola una dulce sonrisa:
             -Querido primo, ¿Acaso cree Vd. de verdad todo lo que se puede llegar a decir en una corte? Si os imitara, os tendría que decir que algunas veces, me han puesto en guardia en contra de vuestras acciones. Dejemos todo eso, ¡Quiere Vd.!, Acaso ¿Puede llegar Vd. a creer que tengo una alma tan dañina para que pueda llegar a conspirar en contra suyo? Bien al contrario, os declaro que a nadie en mi reino, he llegado a amar tanto como a Vos, y que a nadie le debo tanto, y así lo haré saber  dentro de poco.

             Guise lo observa algo escéptico. El de Valois presiente que hay que ir aún más lejos. Con lágrimas que le apagan la voz, exclama:
            -Todo lo que os he dicho lo digo con gran juramento. Lo juro por el cuerpo de nuestro Señor Jesucristo que voy a recibir dentro de poco, en la misa.
     ¡El Rey se desquitará más tarde con una buena confesión!...Pero cuando se encuentra solo en su habitación, tira al suelo su tocado lleno de rabia. La cólera pasada, se rehace:

         -¡Vamos, piensa, no sirve para nada la desesperación, cuando la prudencia puede aún apartar el peligro.
           Laugnac, el jefe de los cuarenta y cinco – la famosa guardia privada del rey, en contra de la cual, raja tanto el Balafré – Laugnac está agazapado detrás de una tapicería. Hace su aparición y observa atentamente a su amo.

             -Es para pasado mañana, dice Henri de una voz apagada. ¡Sí!...la trampa está lista, pero el muelle es tan fuerte, que tendremos que juntarnos varios para poder tensarlo.

             Y pasados dos días, mientras amanece poco a poco un día gris y lleno de niebla, los Cuarenta y cinco embisten al “condenado” que el rey ha llamado a su estancia. Es una verdadera escena de carnicería. Todos hieren sin descanso, pero el de Guise no se derrumba. Como un animal herido que lleva consigo la jauría, va y viene de la habitación del rey al Despacho viejo, manchando de sangre paredes y tapicerías. Pronto está atravesado por seis heridas.
              - ¡Ah, Señores, que traición! ¡Que traición!
             Los asesinos se apartan: el duque se ha detenido en medio de la  habitación. ¿Va a derrumbarse? No, se queda ahí, titubeando, buscando el equilibrio…Du Gast se acerca y lo remata. Angustiados, los asesinos se echan para atrás, el duque, con los brazos extendidos, los ojos apagados, la boca abierta, se acerca titubeante hacia Laugnac que se apoya en un baúl. El capitán de los cuarenta y cinco, no se molesta ni siquiera en desenvainar la espada. Con la vaina de su espada, rechaza el moribundo. El duque retrocede, pierde el equilibrio, busca donde apoyarse, por un momento se agarra al saliente de una pared que marca con su sangre, por fin se derrumba.

              ¡Se acabó!
              Una tapicería se abre. Henri aparece.
     -¿Ha muerto ya? Pregunta con voz angustiosa.
              -Sire, contesta uno de los verdugos, aún tiembla un poco, pero solo es un estremecimiento de la carne. El alma ya no está.
              El rey respira profundamente. Mira a los comparecientes lleno de alegría. Luego, dando una vuelta alrededor de si mismo, ordena:
             -¡Registrad sus bolsillos!
              En la bolsa, se encuentra una nota escrita por el duque de Guise:”Para poder mantener la guerra en Francia, hacen falta setecientas mil libras mensuales.”
              El Loreno, más allá de la muerte, justificada el asesinato del Rey.
              Una sonrisa alumbra el rostro de Henri.

     -Heme aquí, Rey de Francia… ¡he matado al Rey de Paris!
          ¡Luego, con sus capellanes, mientras que el cuerpo del duque y el de su hermano, el cardenal, asesinado en su prisión, son despedazados, quemados y sus cenizas tiradas en el río Loire, entra en oración recitando el De Profundis en memoria de los señores de Lorena!.
  
               El 30 de Abril de 1.589, el rey se reconcilia con el futuro Henri IV, rey de Navarra y se puede ver en las orillas del río Loire, en las orillas del más francés de los ríos, los dos reyes, de rodillas, abrazados, mientras que de sus ojos caen pesadas lágrimas de alegría. Ya no hay hugonotes, ni católicos, solo hay franceses.

             Queda Paris, aún ocupado por la Liga, esa Liga que se había atrevido, hace poco tiempo, ¡A nombrar rey de Francia al cardenal de Bourbon, con el nombre de Charles X!
              Por eso los dos soberanos han ido a poner sitio a la ciudad.
    -Solo entraré por la brecha de la pared, repite Henri III.

             Se halla en Saint-Cloud, el 2 de Agosto de 1.589, sentado en su silla agujereada, el calzado bajado, cuando se le anuncia un emisario que viene de Paris. Es un hermano Dominico del monasterio de la rue Saint-Jacques; Henri no lo sabe: el monje ha sido encargado por su prior de realizar un “sacrificio místico” y la duquesa de Montpensier, para darle en esta tierra un ante gusto de las alegrías celestiales, le ha besado…

                  Que pase, ordena el Rey.

           Paris, esa ciudad del Diablo ¿accedería a abrir sus puertas? El Dominico se inclina, entrega una carta, y mientras que el Rey empieza a leerla, el enviado de Paris saca despacio un cuchillo de su hábito y lo hunde en el vientre del rey.
                -¡Ah!  ¡Maldito monje, me ha matado!...
          Henri III no entrará pues en Paris “por la brecha de la muralla”; es el primer Borbón que cumplirá el juramento del último Valois.

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