MENSAJE DE LA VIRGEN MARÍA

DIJO LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA:

“QUIERO QUE ASÍ COMO MI NOMBRE ES CONOCIDO POR TODO EL MUNDO, ASÍ TAMBIÉN CONOZCAN LA LLAMA DE AMOR DE MI CORAZÓN INMACULADO QUE NO PUEDO POR MÁS TIEMPO CONTENER EN MÍ, QUE SE DERRAMA CON FUERZA INVENCIBLE HACIA VOSOTROS. CON LA LLAMA DE MI CORAZÓN CEGARÉ A SATANÁS. LA LLAMA DE AMOR, EN UNIÓN CON VOSOTROS, VA A ABRASAR EL PECADO".

DIJO SAN JUAN DE LA CRUZ:

"Más quiere Dios de ti el menor grado de pureza de Conciencia que todas esas obras que quieres hacer"


A un compañero que le reprochaba su Penitencia:

"Si en algún tiempo, hermano mío, alguno sea Prelado o no, le persuadiere de Doctrina de anchura y más alivio, no lo crea ni le abrace, aunque se lo confirme con milagros, sino Penitencia y más Penitencia, y desasimiento de todas las cosas, y jamás, si quiere seguir a Cristo, lo busque sin la Cruz".

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miércoles, 18 de abril de 2018

III/ LA GLORIOSA ASUNCIÓN DE LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA



El Cuerpo incorrupto de María es llevado por los
ángeles para unirse con su espíritu. 


La Santísima Virgen María, fue llevada por los ángeles, para volver a unirse con su alma, a los tres días de la separación. De la misma manera que Cristo, que resucitó a los tres días, pero Él como Dios ya glorificado,  y María para volver a unirse con su cuerpo y así poder ser glorificada para tomar posesión de su trono como Reina de los Cielos y de la Tierra.

Al contrario de otros relatos, en este relato de su Gloriosa Asunción solo estuvo presente Juan. El Apóstol virgen del Amor. En los comentarios de María y de Jesús, que publicaremos próximamente, veremos por qué Dios quiso que esté presente, Juan que fue el que recibió de María las explicaciones sobre la fuerza infinita del Amor, que solo pueden comprender, y por lo tanto predicar los místicos, que son los grandes enamorados como San Juan de la Cruz. 



DEL EVANGELIO COMO ME FUE REVELADO DE MARÍA VALTORTA (Tomo 10, Capítulo 650)


¿Cuántos días han pasado? Es difícil establecerse con seguridad. A juzgar por las flores que forman una corona alrededor del cuerpo exánime, debería decir que han pasado pocas horas. Pero si se juzga por las ramas de olivo sobre las cuales están las flores frescas, ramos con hojas ya lacias, y las otras flores mustias puestas – cada una de ellas como una reliquia – sobre la tapa del arca, se debe concluir que ya han pasado algunos días.

Pero el cuerpo de María presenta el aspecto que tenía instantes después de haber expirado. Ninguna señal de muerte hay en su cara, ni en sus pequeñas manos. Ningún olor desagradable hay en la habitación; es más, aletea en ella un perfume indefinible, que huele a mezcla de incienso, lirios, rosas, muguetes y hierbas montanas.
Juan – a saber cuántos días sigue velando – se ha dormido vencido por el cansancio, sentado en el taburete, con la espalda apoyada en la pared, junto a la puerta abierta que da a la terraza. La luz de la lámpara, colocada en el suelo, le ilumina de abajo hacia arriba y permite ver su rostro cansado, palidísimo, excepto en torno a los ojos, enrojecidos por el llanto.
El alba debe de haber empezado ya; en efecto, su débil claror hace visibles la terraza y los olivos que rodean a la casa, un claror que se va haciendo cada vez más intenso y que, entrando por la puerta, hace más nítidos los contornos de los objetos de la habitación, de esos objetos, que por estar lejos de la lamparita, antes a penas se vislumbraban.

De repente una gran Luz llena la habitación, una Luz argéntea con tonalidades azules, casi fosfóricas; y aumenta sin cesar, anulando la del alba y la de la lamparita. Una Luz igual a la que inundó la gruta de Belén en el momento de la divina Natividad. Luego, en esta Luz paradisiaca, se hacen visibles criaturas angélicas (Luz aún más espléndida en la Luz, ya de por sí poderosísima, que ha aparecido antes), como ya sucedió cuando los ángeles se aparecieron a los pastores, una danza de centellas de todos los colores surge de sus alas dulcemente agitadas, de las cuales procede un armónico susurro ornado de arpegios, dulcísimo.
Las criaturas angélicas se disponen en corona en torno al lecho, se inclinan hacia él, levantan el cuerpo inmóvil y, en un batir más fuerte de sus alas – que aumenta el sonido que antes existía -, por una abertura que se ha creado prodigiosamente en el techo (como prodigiosamente se abrió el sepulcro de Jesús), se van, llevándose consigo el cuerpo de su Reina, santísimo, sin duda pero aún no glorificado y, por tanto, sujeto a las leyes de la gravedad, sujeción que no tuvo Cristo porque cuando resucitó de la muerta ya estaba glorificado. El sonido producido por las alas angélicas aumenta, y ahora es potente como sonido de órgano.

Juan, que ya - aun permaneciendo adormecido – se había movido dos o tres veces en su taburete, como si le molestaran la gran Luz y el sonido de las alas angélicas, se despierta totalmente por ese potente sonido y por una fuerte corriente de aire que, descendiendo del techo destapado y saliendo por la puerta abierta, forma como un remolino que agita las cubiertas del lecho ya vacío y las vestiduras de Juan, y que apaga la lámpara y cierra, con un fuerte golpe, la puerta abierta.
El Apóstol mira a su alrededor, todavía soñoliento, para percatarse de lo que está sucediendo. Se da cuenta de que el lecho está vacío y el techo está descubierto. Intuye que ha tenido lugar un prodigio. Sale corriendo a la terraza y, como por un instinto espiritual, o por llamada celestre, alza la cabeza protegiendo sus ojos con la mano para mirar sin el obstáculo del sol saliente.

Y ve. Ve el cuerpo de María, todavía inerte, e igual en todo a una persona que duerme; le ve subir cada vez más alto, sostenido por la multitud angélica. Como dirigiendo un último saludo, un extremo del manto y del velo se mueven, quizás por la acción del viento producido por la rápida Asunción y por el movimiento de las alas angélicas; y unas flores, las que Juan había colocado y renovado alrededor del cuerpo de María, y que se habían quedado entre los pliegues de las vestiduras, llueven sobre la terraza y la tierra de Getsemaní, mientras el potente himno de alabanza de la multitud angélica se va haciendo cada vez más lejano y, por tanto más leve.
Juan sigue mirando fijamente a ese cuerpo que sube hacia el Cielo y, sin duda, por un prodigio que Dios le concede, para consolarle o premiarle por su amor a su Madre adoptiva, ve, con claridad, que María, envuelta ahora por los rayos del sol, que ya ha salido, sale del éxtasis  que le ha separado el alma del cuerpo, vuelve a la vida y se pone en pie (porque ahora Ella también goza de los dones propios de los cuerpos glorificados).

Juan mira, mira… el milagro que Dios le concede contra la facultad, contra la ley natural, de ver a María como es ahora mientras sube en rapto hacia el Cielo, rodeada, no ya ayudada a subir, por los ángeles que entonan cantos de Júbilo.. Y Juan se ve raptado por esa visión de hermosura que ninguna pluma usada por mano humana, ninguna palabra humana ni obra alguna de artista podrían jamás descubrir o reproducir, porque es de una belleza indescriptible.

Juan permaneciendo apoyado en el antepecho de la terraza, sigue mirando fijamente esa espléndida y resplandeciente forma de Dios – porque realmente puede llamarse así a María, formada de un modo único por Dios, que la quiso Inmaculada para que fuera forma para el Verbo Encarnado – que sube cada vez más. Y un último supremo prodigio concede Dios-Amor a ese perfecto amante suyo de ver el encuentro de la Madre Santísima con su Santísimo Hijo – quien también Él, espléndido y resplandeciente, hermoso, con una hermosura indescriptible – desciende rápido del Cielo, llega junto a su Madre, la abraza junto a su corazón y, juntos más refulgentes que dos astros mayores, con Ella regresa al lugar de donde ha venido.

La visión de Juan ha terminado. Baja la cabeza. En su rostro cansado están presentes el dolor y la perdida de María y el júbilo por su glorioso destino. Pero ahora, el júbilo supera el dolor.
Dice: “¡Gracias, Dios mío! ¡Gracias! Presentía que tendría que suceder esto. Y quería estar en vela para no perder ningún detalle de su Asunción. ¡Pero llevaba ya tres días sin dormir! El sueño, el cansancio, unidos al dolor, me han abatido y vencido en el momento que era inminente la Asunción… Pero quizás Tú mismo lo has querido, oh Dios, para que no perturbara ese momento y no sufriera demasiado… Sí, sin duda, Tú lo has querido así, de la misma forma que ahora has querido que viera lo que si en un milagro tuyo no habría podido ver. Me has concedido verla otra vez, aún  estando ya muy lejana, ya glorificada y gloriosa, como si estuviera cerca de mí. ¡Y ver de nuevo a Jesús! ¡Oh, visión beatísima, inesperada, inesperable! ¡Oh, don de los dones de Jesús-Dios a su Juan! ¡Gracia suprema! ¡Volver a mi Maestro y Señor! ¡Verle a Él junto a su Madre! ¡Él semejante a un sol, y ella a una luna esplendidísimos ambos en su estado glorioso y por la felicidad de estar unidos de nuevo y eternamente!

¡Qué será el Paraíso, ahora que vosotros resplandecéis en él, vosotros, astros mayores de la Jerusalén celestial? ¿Cuál será el júbilo de los angélicos coros y de los santos? Es tal la alegría que me ha producido el ver a la Madre con el Hijo – cosa que anula toda pena suya, toda pena de ambos -, que también mi pena cesa y en su lugar, en mí entra la paz. De los tres milagros que había pedido a Dios, dos se han cumplido. He visto volver la vida a María, y siento que viene en mí la paz. Todas mis angustias cesan, porque os he visto unidos de nuevo en la gloria. Gracias por ello, oh Dios. 

Y gracias por haberme dado la forma de ver, incluso respecto a una criatura (santísima, pero en todo caso humana), cual es el destino de los santos, cual será después del último juicio y de la resurrección de los cuerpos su nueva unión, su fusión con el espíritu subido al Cielo a la hora de la muerte. No tenía necesidad de ver para creer. Porque siempre he creído firmemente en todas las palabras del Maestro. Pero muchos dudarán de que, después de siglos y milenios, la carne, convertida en polvo, pueda volver a ser cuerpo vivo. A estos le podré decir, jurando por las cosas más excelsas, que no solo Cristo volvió a la vida, por su propio poder divino, sino que también la Madre suya, tres días después de la muerte, si tal muerte se puede llamar muerte, reprendió vida y, con la carne unida de nuevo al alma tomó su eterna morada en el Cielo, al lado de su Hijo.

Podré decir: “Creed, cristianos todos, en la resurrección de la carne al final de los siglos, y en la vida eterna del alma y de los cuerpos, vida bienaventurada para los santos y horrenda para los culpables impenitentes. Creed y vivid como santos, de la misma forma que como santos vivieron Jesús y María, para alcanzar su mismo destino. Yo vi a sus cuerpos subir al Cielo. Os lo puedo testificar. Vivid como justos para poder un día estar en el nuevo mundo eterno, en alma y cuerpo, junto a Jesús-Sol y junto a María, Estrella de todas las estrellas”. ¡Gracias otra vez, oh Dios! Y ahora recojamos todo lo que queda de Ella. Las flores que han caído de sus vestiduras, las ramas de olivo que han quedado en su lecho, y conservémoslos. Servirán... sí, servirán para ayudar y consolar a mis hermanos, en vano esperados. Antes o después los encontraré… “.

Recoge incluso los pétalos de las flores que se han deshojado al caer. Y con las flores y los pétalos en un extremo de su túnica, entra en la habitación.
Advierte entonces más atentamente la abertura del techo y exclama: “¡Otro prodigio! ¡Y otro admirable paralelismo en los prodigios de la Vida de Jesús y María! Él, Dios, por sí solo resucitó, y solo con su voluntad volcó la piedra del Sepulcro, y solo con su poder ascendió al Cielo. Por sí solo. Para María, santísima, pero hija de hombre, con ayuda angélica se abrió la vía para su asunción al Cielo. En Cristo el Espíritu volvió a animar el Cuerpo mientras el Cuerpo estaba todavía en la Tierra, porque así debía ser, para hacer callar a sus enemigos y confirmar en la fe a todos sus seguidores. En María el espíritu ha vuelto cuando el santísimo cuerpo estaba ya en el umbral del Paraíso, porque para Ella no era necesaria ninguna otra cosa. ¡Oh, Potencia perfecta de la Infinita Sabiduría de Dios!… “.

Juan recoge ahora en una tela las flores y las ramas que han quedado en el lecho, une a ello lo que había recogido afuera. Y pone todo encima de la tapa del arca. Luego abre el arca y pone dentro la almohadilla de María y la cubierta de la cama. Baja a la cocina, recoge otros objetos usados por Ella – el huso y la rueca y las piezas de la vajilla usada por Ella – y los une a las otras cosas.

Cierra el arca y se sienta en el taburete. Exclama: “¡Ahora todo está cumplido también para mí! ¡Ahora puedo marcharme libremente, a donde el Espíritu de Dios me conduzca! ¡Ir a sembrar la divina palabra que el Maestro me ha dado para que yo se la dé a los hombres!  Enseñar el Amor. Enseñarlo para que crean en el Amor y en su poder. Dar a conocer a los hombres lo que Dios-Amor ha hecho por ellos. Su Sacrificio  y su Sacramento y Rito perpetuo, por los que, hasta el final de los siglos, podremos estar unidos a Jesucristo por la Eucaristía y renovar el rito y el sacrificio como Él mandó hacer, ¡Dones, todos ellos del amor perfecto! Hacer amar al Amor , para que crean en el Amor como nosotros hemos creído y creemos. Sembrar el Amor para que sea abundante la recolección y la pesca para el Señor.

María me ha dicho en sus últimas palabras que el Amor todo lo obtiene; en sus últimas palabras a mí, a quien Ella cabalmente ha definido, en el colegio apostólico, como el que ama, el amante por excelencia, la antítesis de Judas Iscariote, que fue el odio; como Pedro la impulsividad y Andrés la mansedumbre, y los hijos de Alfeo la santidad y sabiduría unidas a nobleza de modos, etc. 

Yo, el amante, ahora que ya no tengo ni al Maestro ni a la Madre, a quienes amar en la Tierra, iré a esparcir el Amor entre las gentes. El Amor será mi arma y doctrina. Y con él venceré al demonio y al paganismo, y conquistaré a muchas almas. Continuaré así a Jesús y a María, que fueron el Amor perfecto en la Tierra”.









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