MENSAJE DE LA VIRGEN MARÍA

DIJO LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA:

“QUIERO QUE ASÍ COMO MI NOMBRE ES CONOCIDO POR TODO EL MUNDO, ASÍ TAMBIÉN CONOZCAN LA LLAMA DE AMOR DE MI CORAZÓN INMACULADO QUE NO PUEDO POR MÁS TIEMPO CONTENER EN MÍ, QUE SE DERRAMA CON FUERZA INVENCIBLE HACIA VOSOTROS. CON LA LLAMA DE MI CORAZÓN CEGARÉ A SATANÁS. LA LLAMA DE AMOR, EN UNIÓN CON VOSOTROS, VA A ABRASAR EL PECADO".

DIJO SAN JUAN DE LA CRUZ:

"Más quiere Dios de ti el menor grado de pureza de Conciencia que todas esas obras que quieres hacer"


A un compañero que le reprochaba su Penitencia:

"Si en algún tiempo, hermano mío, alguno sea Prelado o no, le persuadiere de Doctrina de anchura y más alivio, no lo crea ni le abrace, aunque se lo confirme con milagros, sino Penitencia y más Penitencia, y desasimiento de todas las cosas, y jamás, si quiere seguir a Cristo, lo busque sin la Cruz".

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jueves, 25 de abril de 2013

EL SUICIDIO DEL REY HENRI IV DE FRANCIA





HENRI IV REY DE FRANCIA Y DE NAVARRA



Este Rey de Francia y de Navarra, que goza actualmente en Francia de una gran simpatía, porque decía que quería para cada francés "la poule au pot", es decir un guisado de pollo, era en realidad un individuo de una virtud más que desastrosa. Pasó varias veces de ser protestante convencido a católico, y para llegar a ser Rey de Francia, tuvo que doblegarse y hacerse definitivamente católico, pronunciando la célebre frase que ha quedado para la historia: "París bien vale una misa".

Francia vivía entonces en plena guerra de religión entre Católicos y Protestantes, que durante muchos años, provocaren grandes enfrentamientos como el famoso masacre de la Saint Barthelemy, en donde los combatientes decían: "¡Matadlos a todos, Dios reconocerá a los suyos!"
En aquella época en España se evitaron esas desastrosas guerras gracias a la Inquisición, el Gran escritor y filósofo anticlerical francés Voltaire, que dijo que fue la Inquisición que evito esas horribles guerras en España.



Un hecho sorprendente, que ha quedado desapercibido para gran parte de los franceses, y que está aquí muy bien relatado por André Castelot, es su decisión de acometer una guerra contra España, que había dado asilo en Bruxelas a la que quería como su amante, para recuperarla a la edad de 55 años, era una jovencita de quince años, Charlotte de Montmorency, casada con el príncipe de Condé.

¡Para este asunto había preparado un ejército de 283.000 soldados, cantidad nunca vista aún desde las cruzadas, para poder recuperar lo que él llamaba "mi bello ángel"!



DRAMAS Y TRAGEDIAS DE LA HISTORIA DE FRANCIA
EL SUICIDIO DE HENRI IV
Por André Castelot


        

          En ese comienzo del mes de Mayo de 1.610, Henri IV se había refugiado en el Arsenal, en casa de su querido Sully. El Rey hallaba inhabitable el Louvre, lleno de tapiceros que estaban preparando la ceremonia para la consagración de la Reina. La morada sombría estaba además recorrida en todos los sentidos por los sastres y las peluqueras. En todas las conversaciones solo se trataba  de las eternas peleas por las normas de la etiqueta. Pero en el Arsenal, Henri IV estaba lleno de ansiedad, oprimido y angustiado. Cayendo en sueños mórbidos, el Bearnés solo salía de su sopor para exclamar:

         ¡Válgame Dios! Moriré en esta ciudad, nunca saldré de esta, ¡Me matarán!, ¡Me doy cuenta de que están empleando todos los medios para lograr mi muerte!

         Henri sentía subir contra él una marea de odios, pero hará falta el cuchillo de Ravaillac, para que el pueblo se diera cuenta de que, sin saberlo Francia amaba a su rey, con su sombrero adornado con el penacho blanco, que quería para su pueblo la legendaria cena con la gallina en la olla.

          El “Paris bien vale una misa” no había podido apagar un solo altercado, que existía en Francia desde hace más de medio siglo, desde la masacre de Vassy. Aún estaba vivo, como las brasas bajo la ceniza. Para convencerse de ello, solo basta recordar esta frase del padre Gonthier el cual, estando en el púlpito y al ver al Rey entrar con una escolta más femenina que militar, detuvo su sermón para exclamar:
          -¡Es que no os cansareis de venir a oír la palabra de Dios, acompañado de todo un harén!

          Los católicos recelaban del excomulgado de la víspera, al cual los obispos apodaban el dragón rojo del Apocalipsis y que los predicadores llamaban en plena iglesia, de bastardo hijo de puta. Los papistas desconfiaban plenamente de este hombre cuyas abjuraciones y conversiones sucesivas habían permitido a Pierre de l´Estoile  constatar alegremente:
          “Decían que era católico y hugonote conjuntamente y por eso tenía más religión que todos sus predecesores.”

          En ciertas moradas, algunos se atrevían – según el ritual de los hechizos – a clavar agujas en muñecos de cera que representaban al Rey. Se le echaba también en cara al Bearnés, su gran amistad con Sully. ¿Porque no tenía la valentía de “talar ese árbol demasiado frondoso, a cuya sombra de cobijaba el poder real”?  Para terminar, los terribles impuestos que se habían levantado sobre el pueblo, habían permitido al Mariscal de Ornano cabalgar desde la Guyenne para venir a decirle a Henri IV:

          ¡Nunca se había hablado tanto del difunto rey (Henri III) como de vos! Vuestro pueblo no os quiere. El pueblo sufre mucho y no puede más. ¡Antes se protestaba por sesenta mil escudos para los Mignons, y Vd. impone millones!   


       Había otra cosa más: la mañana del 29 de Noviembre de 1.609, el príncipe de Condé había resuelto huir de Paris y llevarse con él a su esposa – la bella y jovencísima Charlotte de Montmorency – para sustraerla a las pretensiones del rey Henri. El incorregible galante y viejo verde, había, efectivamente, caído locamente enamorado de ella, y para completar una carrera tan completa, ¡Había decidido con cincuenta y cinco años, seducir a una rubia princesa que solo tenía dieciséis!...La corte se reía de ver al rey “ataviado y enamorado”, pero el principito de Condé – Charlotte había mudado el gusto que este tenía para los varones – no había tomado en broma los sentimientos del viejo barbudo y había efectivamente raptado a su mujer. Al enterarse de la noticia de la desaparición de su enamorada, al Rey le faltó poco para desmayarse.  

           ¡Estoy desahuciado, confesó a su amigo Sully. ¡Ese hombre oculta a su mujer en un bosque!, ¡No sé si es para matarla o para llevarla fuera de Francia!

          ¿Qué hacer?, ¡Nada! contestó Sully. Pero esa no era la opinión del Rey, que mandó perseguir a los fugitivos con orden de traer la bella a Paris. Pero a pesar de los diluvios y de los caminos transformados en ríos, Condé consiguió, después de múltiples aventuras llegar a Bruselas, en donde el Archiduque Alberto y la Archiduquesa Isabel no tuvieron más remedio que hospedarlos.

           ¡Eso no iba a solucionar los asuntos entre los Paises Bajos españoles y Francia! Europa, como consecuencia del tratado de sucesión de Clèves estaba entonces en vísperas de un conflicto. El Rey, que no se atrevía a desencadenarlo, ¿Se decidiría a declarar la guerra y a poner Europa a fuego, por una nueva Helena?
           Al lo mejor, contestó Henri, pero que recuerden que precisamente se destruyó a Troya porque no se devolvió a Helena.

           Si el archiduque solo quería una cosa: la paz, los representantes españoles que estaban a su lado, le empujaban para que enredara el asunto. Sin embargo, el austriaco tuvo miedo del ejército del rey Henri y conminó a Condé de abandonar los Paises Bajos. Fue a refugiarse en Colonia, mientras que Charlotte quedaba cautiva en Bruselas. Cautiverio dorado, que no impedía de ninguna manera que el Rey y la princesa – enternecida por el amor de su viejo pretendiente - se intercambiaran cartas apasionadas. El viejo verde galante, pensaba incluso en divorciarse y casarse con la que llamaba “mi Bello Ángel”. Para mantener la paz, ¿No permitiría el papa deshacer los dos matrimonios? El Rey, por lo menos lo creía posible.
           Esperando la vuelta de la futura reina de Francia, Henri lloraba y suspiraba con los versos de Malherbe:

                     El furor me atenaza, agarro las armas;
                     Pero mi destino me detiene, y solo darle lágrimas
                     Eso es todo lo que está en mi poder.

          Entretanto, Condé recibió el permiso del Archiduque para volver a Bruselas, en donde tuvo una acogida muy fría por parte de su mujer. Estando el marido a su lado, el “Bello Ángel” se volvía aún más inaccesible para los emisarios de su enamorado cincuentón, que estaba dispuesto para hacer cualquier locura.

          El mismo lo declaraba:
          “Estoy tan decaído por mis angustias, que solo me quedan la piel y los huesos. Todo me disgusta, huyo de las compañías y, si para ocuparme del bien del pueblo, me dejo llevar a cualquier asamblea, en vez de regocijarme, acaban de matarme.”

           Solo quedaba una solución: la guerra con España, ese conflicto  con el cual hace tiempo que pensaba el Rey, pero que hoy, se volvía indispensable. ¡Era la única solución que le permitiría al “viejo fauno”, el ir a conquistar a su “cazadora” de quince años!
           Henri IV había reunido ya a doscientos ochenta y tres mil hombres – cifra nunca aún alcanzada en Europa desde las cruzadas – que se aprestaban a invadir los Países Bajos y a franquear la frontera imperial para ir a apoyar más allá del Rin a los aliados protestantes del rey.

            Toda Francia hablaba de esa guerra que los católicos repudiaban. ¿Acaso los hugonotes alemanes, no saldrían victoriosos gracias al ejército del rey Henri?
            En ese conflicto que se preparaba, el Rey tenía a todo el mundo en su contra. Empujada por los Epernon y los Concini, la Reina – ya conocemos los sentimientos a favor de España de Maria de Medicis – parecía ponerse a la cabeza de los descontentos.

            Un hombre que había venido de Angoulême – un gigante con la barba pelirroja y de verde vestido – deambulaba entonces por la ciudad. Se encontraba entonces en una posada cerca de los Quinze-Vingts, escuchando en las mesas vecinas los “se está diciendo que”, que se oían por todo Paris. De pronto, sus ojos brillaron, un cuchillo estaba ahí, abandonado encima de una mesa. Lo observó con avidez. Era una “señal”, puesta en su camino por el Todopoderoso. He aquí lo que le permitiría, a el, que se creía el depositario “de los secretos de la Divina Providencia”, llevar a cabo el proyecto que le atenazaba desde hace años, ese negro designo que lo embrujaba y que lo que había oído en contra del rey hugonote, venía a confirmarle.
            Nadie le miraba. Había alargado la mano y se había apoderado del cuchillo, luego, deprisa se había marchado…
            Se llamaba Jean-François Ravaillac.


            En esos primeros días de mayo de 1.610, estaba aún pendiente la ceremonia de consagración de María de Medicis, esa ceremonia, cuyos preparativos habían echado a Henri del Louvre, esa consagración que espantaba a Henri.
            ¡Ah! ¡Maldita consagración! Clamaba. ¡Serás la causante de mi muerte!
             Y como Sully se extrañaba, Henri IV apuntó:

             - Amigo mío, no quiero ocultaros que se me ha dicho, que me matarán en el primer acto solemne que haré y que moriré subido en una carroza. Es la razón por la cual estoy tan asustado.
             - ¡Dios mío!, en su lugar, Sire, yo me marcharía mañana mismo, dejaría que se celebrara la consagración sin mí, o la trasladaría a otra fecha, y por mucho tiempo, no volvería ni a Paris, ni a subirme en una carroza. ¿Desea su Majestad que envíe enseguida a Notre-Dame y a Saint-Denis, la orden de dejarlo todo y de despedir a los obreros?

         -Ya me gustaría, pero ¿Qué dirá mi mujer? Esa consagración la tiene fascinada.
              Sully, cuyo respeto por Marie de Medicis no le reprimía, exclamó:
              -Dirá lo que quiera, pero no puedo creer que, cuando se entere de lo persuadido que os encontráis de que os va a acarrear tanto mal, se oponga más aún.
           Pero Maria de Medicis quería su consagración, y el resultado de la gestión hecha por Sully, solo fue el de retrasar la ceremonia tres días. Se fijó para el 10 de mayo, luego para el 13.
                El 12, Henri apareció aún más extraño.
               -Amiga mía dijo a la Reina, confiésese por vos y por mí.
               Delante de una puerta, se escurrió delante de su mujer:
               -¡Pase Vd. Señora Regente!
              Por fin, cuando se hacía alusión a la entrada de María en Paris que iba a tener lugar el domingo siguiente, el Bearnés suspiró:
       -Esto no es para mí, no lo veré.

              Parece que presentía la presencia de Ravaillac, deambulando siempre por las calles de la capital, un cuchillo en su corazón y llevando en su pobre cabeza de iluminado - como así lo relata Philippe Erlanger en su obra: La extraña muerte de Henri IV – “cosas de las cuales se asustaba: sueños y enfados de María de Medicis, designos tenebrosos de los Concini, ambiciones y rencores de Epernon y Henriette, equilibrio de Europa entre católicos y protestantes, entre los Habsburgos y los Borbones”. Un Ravaillac que estaba sugestionado a pesar suyo, un autómata que era conducido sin que sea conciente de ello -, como así lo ha demostrado fehacientemente Philippe Erlanger. Michelet tenía razón cuando escribía:” En lo que se refiere a la muerte del rey, todos se entendían con medias palabras, sin comprometerse daban campo libre al iluminado”.

             El crimen no llegaba a tramarse en la sombra. En cada encrucijada, se repetía en Paris:
            -Ha llegado el asesino del Rey. Es un gran diablo de hombre, poderoso y fuerte de miembros, tirando a pelirrojo, vestido de verde a la moda flamenca.

             Toda Francia y toda Europa creían incluso que el asesinato se había llevado a cabo. El vicealmirante de Holanda, que se encontraba entonces en Paris, recibía esta carta de Amberes: “hemos tenido noticias de que habrían matado el Rey de una puñalada”. En Bruselas, en donde solo se hablaba de la próxima guerra, se paraban a los correos que venían de Francia, para preguntarles si “traían la noticia de la muerte del Rey”. Aún más, el 3 de mayo, un correo que venía de Cambrai decía que el Rey acababa de ser asesinado “de dos puñaladas”.

                 En Dieppe, una monja dice a su abadesa:
            -Madame, mandad decir oraciones a Dios, para el Rey, porque lo están matando.
                Y el rey no ignoraba nada de eso.


              El viernes día 14 amaneció, ese viernes que los horóscopos habían señalado con una cruz negra…El rey que volvía de la misa que había oído calle Saint-Honoré, en les Feuillants, dice a Bassompierre y al duque de Guise:
            Vosotros no me conocéis ahora; pero moriré un  día de estos y, cuando ya no esté, os enterareis de mi valía y de la gran diferencia que hay entre mi persona y los demás.

       Bassompierre, trataba de demostrarle de que “no había felicidad” como la suya, como su existencia, “colmada de bienes, de dinero, de bellos palacios, hermosa mujer, amantes hermosas, hermosos niños que están creciendo”.
       -¿Qué más queréis, Sire?
    Henri suspiró:
        -Amigo mío, hay que dejar todo eso.
       El Rey parecía agitado, inquieto, nervioso; se hablaba en su presencia del manto con flores de lirios de la Reina…
        -Quisiera una casaca semejante, la llevaré encima de mi armadura…pero creo que no me será útil. ¡Los príncipes están enterrados en el manto de su consagración!
        El Rey no cabía en sí.
        -¿Qué hora es?
        -Son las tres, Sire, le contesta el jefe de los guardias. Pero veo a su Majestad triste y pensativa. Tendría que respirar aire fresco. Esto os llenaría de alegría.

          Esperando el coche, Henri confía a Castelnau:
       -¡Ah, amigo mío, como me gustaría hoy cambiar de condición! Es en la soledad, que encontraría la verdadera tranquilidad para mi espíritu… pero esa vida no está hecha para los príncipes, se deben a sus Estados. En ese tempestuoso mar, el único descanso es la tumba.
          Un poco más tarde, el bearnés sentía como la cabeza le daba vueltas. Se acercó a una ventana, sujetándose el rostro con ambas manos:
         ¡Dios mío tengo algo ahí adentro que me tiene preocupado! ¡No se lo que es, no puedo salir de aquí!

          En su habitación, encontró un pliego de papel lacrado. Lo abrió y leyó estas palabras:”¡ Sire, no salgáis esta tarde!”. Pero al contrario, la advertencia pareció darle el ánimo que le faltaba para enfrentarse con la muerte. Sin duda preguntará dos o tres veces a su mujer:
    - Amiga, mía ¿iré, o no iré?
         Pero era como un juego. Bajo le escalinata de su habitación y subió a la carroza, preguntando:
         -¿A cuanto del mes estamos?
         -El trece, Sire.
         -No, el catorce, precisó Epernon
         -Es verdad, conoce Vd. mejor que yo su almanaque
         
          Se le oyó entonces murmurar:
         -Entre el trece y el catorce…
         Eran las mismas palabras de una profecía, que determinaban la fecha de la muerte del rey…de su muerte en carroza, se decía.
         -¿En donde tengo que llevar al rey?, pregunta Liancourt.
         -¡Llevadme fuera de aquí!
     Henri se presignó entonces solemnemente, mientras que el pesado carruaje arrancaba.

         Y el hombre pelirrojo, vestido de verde, que estaba apostado ahí en la entrada, empezó a correr detrás del carruaje…

          Hace buen tiempo. Queriendo ver los arcos de triunfo levantados por la ciudad para festejar la entrada de la Reina, el Rey pide que se alcen las cortinas de cuero de la carroza, que no estaba acristalada y abierta a todo viento. Después de haber entrado por el camino de la Croix-du-Trahoir y tomado la calle Saint-Honoré, se accede muy pronto en la estrecha calle de la Ferronerie que está paralela al cementerio Saint-Innocent. Dos pesados carros – uno cargado de vino, el otro de forraje – bloquean el paso. El conductor pone los caballos al paso. Los criados de a pié que acompañan el coche, atraviesan el cementerio para volverse a encontrar con la comitiva del otro lado de la calle.
        En la carroza, están distraídos. Todos escuchan a Epernon. El rey, habiéndose olvidado de sus gafas, pide al duque de leerle una carta escrita por el conde de Soissons.

        El coche se detiene delante de una posada en donde cuelga un cartel: Al corazón coronado traspasado por una flecha. Repentinamente, el hombre pelirrojo se abalanza, poniendo el pié en el eje del coche, se echa encima de Henri y le asesta dos puñaladas “como si fuera en una paca de heno”, dos golpes tan violentos que la hoja penetra hasta el mango.
    "Estoy herido…no es nada", murmura el rey.
     Pero un río de sangre sale de su boca…
     La arteria aorta ha sido cortada.
    ¿Oyó acaso el duque de la Force inclinado sobre él?
    Que le gritaba:
    "¡Sire, acordaros de Dios!"   
  
        Ravaillac permanecía clavado en su lugar, el cuchillo en la mano. Parecía tener una calma extraña, como extasiado “Como para que lo vean y para glorificarse del más grande de los asesinatos”.

        -No lo matéis, clamó Epernon; o responderéis con vuestra vida.
        -Mientras que gritaban: “¡Traer vino! ¡Llamar a un cirujano!”, la carroza volvía a regresar al Louvre, al trote ligero. Se extendió su cuerpo en la salita contigua a la habitación. Maria de Medicis entró, “clamando alaridos extraordinarios”:
      -¡El Rey ha muerto! ¡El Rey ha muerto!
      El canciller de Sillery le lanzó:
 -Su Majestad me perdonará, los Reyes no mueren en Francia.
 Y señalando al Delfín, con la boca abierta, que estaba mirando    a la Reina, añadió:
- He aquí el rey vivo, Madame.
       María se calló.


       Según Philippe Erlanger, Ravaillac fue el instrumento del duque de Epernon, el antiguo favorito de Henri III, que no le perdonaba al Bearnés, de reinar en el lugar del de Valois, y que estaba coaligado con España, también de la marquesa de Verneuil, esta ávida favorita del galante Viejo Verde, la cual, decepcionada en sus ambiciones, conspiraba desde hace diez años en contra de su amante; uno y la otro tuvieron la complicidad de la gran imbécil de Maria de Medicis que quería ser regente.

        Los jueces de Ravaillac, estuvieron enseguida aclarados. El primer presidente exclamó, cuando alguno le pedía las pruebas:
       -¡Las hay más que de sobra!, ¡las hay más que de sobra!
      Maria de Medicis les pidió su parecer en lo referente al proceso, contestó:
       -Le diréis a la Reina, que Dios me ha permitido vivir en este siglo, para ver y oír cosas tan extrañas, que nunca me hubiera imaginado poder ver u oír, en toda mi vida.
       Pero ¿Qué podían hacer los magistrados, aunque fueran íntegros, cuando la muerte del Rey había hecho de Maria de Medicis y del duque de Epernon – como así estos lo deseaban – la regente y el casi amo del reino?
            Y se guardó silencio.

        Philippe Erlanger, descubrió este documento de capital importancia del embajador Foscarini: ”la Señorita du Tillet reconoció conocer al asesino del rey, a quien varias veces le dio lo necesario para vivir, circunstancia que los jueces consideraron importante…” Estamos pues convencidos, como así lo estuvieron los magistrados, que el duque de Epernon, gobernador de Angoulême, había contactado con Ravaillac y que lo envió a casa de su amante Charlotte du Tillet. 

         Quizás ambos no le pusieron el cuchillo en la mano, pero, aprovechándose de la ocasión, habían influido en el asesino y seguramente le habían aconsejado cometer el crimen después de la consagración de Maria de Medicis. Ravaillac – y esto fue una de sus raras afirmaciones – reconoció que había tenido bien cuidado de no atacar antes de la consagración.

          “Durante tres siglos, nos dice aún Philippe Erlanger, se va a repetir que Ravaillac no consultaba, no escuchaba a nadie, obedeciendo solo a sus voces interiores. Sin embargo este hombre que delira, actúa como el político más avisado. Ningún boletín publicaba entonces el empleo del tiempo de las personas reales. ¿Como puede ser entonces que un pobre diablo, perdido entre la muchedumbre, haya podido conocer el del soberano, sino visitado algún lugar en donde le hayan informado? Los jueces evitarán cuidadosamente de preguntarselo.”

            Estaban horrorizados y, el 5 de marzo siguiente, el parlamento emitía un fallo espeluznante: Se daba carpetazo al asunto,  “en vista de la importancia de los acusados” 
                  Quedamos tan estupefactos como los jueces.
                  Y quedamos pensando…
              Pensamos que una guerra casi ideológica, una guerra concebida y querida por el Rey iba a comenzar y enfrentar en contra de  Henri IV conjuntamente, el partido español y el partido ultra católico…La Iglesia, en efecto, veía con preocupación acercarse el conflicto que, seguramente podría facilitar el triunfo de la revolución protestante.  
 
               Pensamos también hasta que punto la ventripotente María de Medicis deseaba la regencia. ¡Naturalmente, no tenía que tomar decisión alguna! Epernon, Concini, Entragues, los tres amigos e incluso agentes de España, obraban para el mejor de sus intereses y los del partido hispano-ultramontano – sin olvidarse de sus propios intereses…
              Pensamos también en todos esos jesuitas, esos monjes cordeleros o jacobinos, esos confesores a quien Ravaillac “incluso sin ampararse bajo el secreto de confesión”, confesaba su intención de matar al antiguo Rey herético. Nunca denunciaron a ese iluminado, ¡Ese autómata sonámbulo que no dejaba de alzar su cuchillo! Se habían limitado a decirle, como el padre d´Aubigny, el más célebre de los casuisticos jesuitas:

             Quítese todo esto de su mente. Rezad el rosario, comed buenos potajes y oradle a Dios.
             ¡Buenos potajes!, ¿Acaso era para darle más fuerza, para asestar mejor el golpe?
            Pensamos también en las últimas palabras de Ravaillac sobre el patíbulo, cuando iba a ser descuartizado por cuatro caballos:
             ¡Que bien me han engañado, cuando me dijeron que el golpe sería bien recibido por el pueblo, ya que es el que entrega los caballos para desmembrarme!.
              ¡Que bien me han engañado!
  
               La puñalada de Ravaillac cumplió  todos los deseos de los conspiradores. El “partido español” gobernaba; la Reina ocupaba la regencia; Epernon y Concini, a pesar de ser cómplices enemigos, se encontraban por cierto tiempo amos del Reino. En cuanto a Henriette de Verneuil, volvió a la corte, muy bien acogida por María de Medicis. Y las dos antiguas rivales, “que se habían disputado un Rey, antes de contribuir a su pérdida”, se volvieron amigas inseparables. Por fin – hecho único – el Nuncio y el Embajador de España, tuvieron derecho a ocupar un sitio en el consejo de la Regente.



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